Hola Know, muchas gracias por el enlace y tu respuesta, que como siempre, son muy valiosas para mi y para todos.
No te veo de sumo sacerdote. Replantéate esa estrategia de supervivencia porque me parece que no lo vas a hacer demasiado bien, y descubrirán antes que tarde que eres un impostor (o sea, un científico) y te van a lapidar (no dilapidar como dije antes... en que estaría pensando).
Permíteme ahora que esto está más tranquilo, y dado que se acerca la navidad que es tiempo de cuentos varios, que utilice este espacio para narrar una vivencia personal que transversalmente tiene que ver con esto que hablamos del sentimiento religioso. Espero que no te importe y que sea de tu interés y de los lectores de Game Over. Es la historia de un milagro.
Hasta hace relativamente poco tiempo, yo practicaba el alpinismo más o menos de alta dificultad. Ya sabes, intentar subir la más alta, la más difícil, y si son invernales, mejor que mejor.
En una ocasión me encontraba con mi compañero de escaladas en el refugio de una montaña (una cabaña de pastores abandonada), en febrero y en mitad de una borrasca de las gordas.
Decidimos no quedarnos a esperar el buen tiempo, y dado que mi compañero había subido varias veces ese pico con anterioridad y conocía bien la montaña, emprendimos la ascensión a sabiendas de no no estar cumpliendo con la más elemental recomendación de seguridad montañera. Eso no es una locura, y los buenos montañeros lo hacen a veces para entrenar y aprender a escalar en condiciones adversas, para cuando te pille otras similares en terreno desconocido, y no te entre el acojone y te quedes bloqueado.
Alcanzamos la cumbre sin grandes contratiempos por una vía técnicamente no muy difícil, pero que requería el uso de cuerdas. A esas alturas, la tormenta se había tornado feroz, como nunca antes lo había visto: vientos de más de cien kilómetros por hora que te levantaban del suelo y temperatura de menos de veinte grados bajo cero según termómetro (obviamente la sensación térmica debía de ser mucho peor). La situación aconsejaba descender con premura, y el descenso debía de ser por una gran ladera sin gran dificultad pero que estaba totalmente helada y con la ventisca dándonos de cara. La visibilidad era prácticamente nula.
Muy pronto comprendí que había cometido un gran error, no el peor ni el único de aquella aventura como muy pronto comprobaréis, y es que las gafas que estaba utilizando en esa ocasión no eran las adecuadas para esas condiciones, y el hielo se acumulaba sobre los cristales impidiéndome tener la suficiente visibilidad como para conseguir seguir el ritmo de mi compañero, mejor equipado y conocedor de la ruta de descenso al refugio que corría como alma que ha visto al diablo. Así que decidí prescindir del uso de las gafas porque iba a perder la referencia de éste, apenas ya una sombra que se movía entre la ventisca. Durante un tiempo la solución funcionó, pero era tal la violencia de los impactos de las partículas de hielo que el viento proyectaba violentamente sobre las córneas de mis ojos, que sumado a la refracción de la nieve, finalmente fui atacado por el mal que se conoce como "ceguera de montaña". Todo mi campo visual se tornó absolutamente blanco y brillantes puntitos luminosos revoloteaban agitados en torno a mi cabeza. Me había quedado ciego y cometí otro error de principiante: me deje apresar por el pánico y no interrumpí el descenso. Entonces fue cuestión de muy poco tiempo el dar un mal paso trabándome el crampón con el cubre botas, y caer rodando ladera abajo sin saber hacia donde diablos me dirigía.
Finalmente logre frenarme con el piolet y detuve la caída si mayores consecuencias.
Ahí tirado y abatido sobre la nieve helada, analicé la situación en la que me encontraba: la hipotermia se estaba apoderando de mí. La virulencia de la tormenta no dejaba de aumentar. No conocía la ruta de descenso. De nada servía gritar a mi compañero dado lo inútil de ese acto entre el estruendo del viento. Además era obvio que éste había decidido salvar su culo. Pero sobre todo, estaba ciego.
No hace falta ser un montañero experimentado para saber lo que significa eso: estás muerto.
Somos unos bichos muy curiosos los seres humanos. Recuerdo que pensé: "maldita sea, voy a morir aquí y voy a pasar a la historia del montañismo español como aquel alpinista anónimo que falleció en una montaña sin prestigio porque no tuvo la solidaridad de su compañero de cordada. Seguramente se creará un pequeño e intrascendente debate ético en los pequeños círculos montañeros, y mi madre tan solo dirá que su hijo nunca supo elegir bien a sus amigos. Qué deshonor!
Sentí la necesidad de hacer algo impensable para mí. Rogué a Dios como sólo un ateo sabría hacer: "Padre nuestro que estás en los cielos no permitas que muera aquí como un perro abandonado por el cabrón de mi compañero... por favor...!!!"
Era tal la alteración de mi estado de ánimo ante la certeza de una muerte por congelación, la traicion inesperada del que yo tenía por amigo, la vergüenza que eso me producía, lo irreal del escenario en el que me encontraba y mi diálogo deshonesto con lo que podríamos denominar como "la divinidad", que rompí a llorar con la desesperación de un niño. Noté que la calidez de las lágrimas y un dulce escozor reconfortaban mis lesionados ojos. Pasado unos minutos los abrí de nuevo y se hizo la luz. Volví a ver de nuevo.
Hice lo único que se puede hacer en esas circunstancias y es intentarlo de nuevo. Tras varias horas de delirante deambular por esa inhóspita montaña logré al fin alcanzar la seguridad del refugio. Cuando entré, mi compañero me dijo que estaba muy preocupado y que se disponía a salir en mi búsqueda. Tan sólo acerté a decirle: "Muchas gracias por no haberme esperado porque ya sé con quien no debo de escalar la próxima montaña".
Tengo claro que ese día, Dios me salvó la vida.
Nunca hubiera pensado que Dios se encuentra en mis genes...